lunes, 14 de junio de 2010

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El carruaje se paró frente la casa de los Sr. Buttons; se había reunido allí todo el pueblo rodeando la casa que, pintada de blanco, deslumbraba en pleno mes de julio. Bajo su porche octogonal las autoridades del pueblo de riguroso negro acompañaban a William Buttons, que se mantenía en una posición recta de espalda debido a sus años en el ejército al servicio de la Reina Victoria, era todo un almirante en el puesto
de mando en el barco que ahora era su hogar. Saludé quedadamente con un toque
de mi sombrero; crucé la puerta principal, que siempre me pareció uno de los mejores
trabajos que había visto en vidrieras en los últimos años, y que le daban al recibidor principal una intensidad mediante los colores producidos por los rayos de sol que pasaban a través de ellas. Pero yo no estaba allí para admirar la casa de los Srs Buttons sino para hacer mi trabajo, que cada vez se parecía mas a una obsesión. Pasé por el gran comedor donde las mujeres estaban decorando la mesa para el almuerzo que se iba a celebrar, y se daban prisa ya que había más gente de la esperada. Sacaban sus pañuelos de debajo de la muñeca para mitigar las gotas de sudor que corrían por sus cuellos. Al ver esa gota de sudor resbalar por su piel para desaparecer después nada más empezar la barbilla debajo de su enlutado vestido, algo se movió en mi interior, me cortó el aire. Una de ellas me miraba fijamente ¿habría leído mis anhelos? No, era imposible.
Me dirigí a la segunda habitación a realizar mi trabajo. Y allí estaba ella,
con sus tirabuzones perfectamente colocados, sentada en su sillón de niña con su muñeca. Alrededor, otros niños vestidos de blanco con su banda negra al brazo.
La Sra. Buttons, sentada al lado de Sally con corpiño negro hasta el cuello y falda de seda, tenía la misma expresión que un cadáver. Parecía ida en otro lugar perdido, lejano.
El olor a flores entre el proceso de floración y marchitarse me sacó de mis pensamientos. Volví mis ojos a ese ángel durmiente sentado frente a mí. Miré a mi alrededor, todas las cortinas de la habitación eran negras y todas estaban echadas, como manda la tradición. Me bastaría con la luz de las lámparas de gas y las velas, ahora venia mi gran momento. Uno que, por supuesto, quería tener sólo para mí y mi ángel.
-Señoras, con su permiso, necesito estar solo en la habitación para hacer la labor que me ha sido encomendada.
Todas salieron como si de una procesión se tratase, una a una y la última la madre, con esa mirada puesta en otro lugar, desolación al que muy pocos quieren ir.
Saqué el magnesio, coloqué el trípode y puse la cámara encima. No me gustaba cómo se veía mi ángel. Moví su cabecita y ahí estaba la imagen perfecta: un trozo de cielo en la tierra.

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