domingo, 3 de octubre de 2010

II


Salí de la habitación sin ser muy consciente de que lo hacía. La cabeza se me había quedado no sé en dónde, y seguía divagando a pesar de tener frente a ella la rotunda figura de la señora Buttons, que me contemplaba fijamente, esperando mis resultados. Contempló las fotografías con una expresión no muy diferente de la de su hija, con una media sonrisa que me inquietaba más que cualquier gesto amenazante. Ni una señal de sorpresa o de agitación. Simplemente contó los billetes que me correspondían y me los entregó, agradeciendo mi dedicación y llamando a la doncella para que me acompañara esta vez en sentido inverso. Fue todo tan mecánico que no tuve mucho margen para pensar. Comencé a devanarme los sesos una vez me encontré de nuevo confinado en mi cubículo. Lo razonable habría sido pensar que la señora Buttons se había mantenido imperturbable por desconocer absolutamente la naturaleza extraña de lo que ocurría en aquella habitación, con aquella criatura. Pero luego empecé inquietarme; los Buttons parecían desenvolverse con perfecta naturalidad en medio de la extrañeza turbia que les rodeaba. Todo el mundo conocía su peculiar pasado, pero sólo entonces reparé en los pingües beneficios que podía traer el enjambre de curiosos que asediaba permanentemente la casa, la concesión de entrevistas y los permisos para inspeccionar la vivienda en busca de fascinantes misterios. Tal vez… -pensaba entre vueltas de sábanas arrugadas- fuera todo un montaje, una farsa, una forma como cualquier otra de ganar dinero. Todo el mundo sabía que tras la imponente fachada de muchas fortunas nobiliarias no había más que aire. Los Buttons bien podrían estar haciendo un macabro negocio del halo oscuro que les rodeaba. Y en su derecho estaban… -de nuevo otra vuelta- pero si todo era una farsa, desde luego estaba magníficamente interpretada…
Trataba de no pensar en aquellas fotos, en aquella criatura sobrenatural que hacía que algo mordiera por dentro con sólo recordarla, y creí conseguirlo durante un tiempo dedicándome al trabajo en cuerpo y alma. Hasta que me di cuenta de la naturaleza de los encargos que aceptaba: muertos, retratos de difuntos, de difuntas más bien. Poco a poco había abandonado los decorados de cartón piedra y gouache para hacerme asiduo de velatorios y sepelios, en particular de aquellos de las más bellas flores truncadas de la zona. En mi observación minuciosa para captar hasta sus más mínimos detalles había algo insano, y lo sabía. Desconozco lo que buscaba en aquella languidez eterna, que siempre me traía a la memoria a mi primer ángel, aunque las demás no volvieran a abrir sus hermosos ojos. Recomponía una y mil veces los cabellos, alisaba las arrugas del vestido, ensayaba infinidad de composiciones con las flores desmayadas entre sus manos inertes. Robaba algunos de esos pétalos y los ponía por todo mi cuarto hasta que la fragancia mareante rayaba en la putrefacción. El asunto estaba bastante claro… tenía un problema, pero no fui consciente de ello hasta que comprobé, en mis incursiones a los antros de perdición, cómo prefería a aquellas mujeres de aspecto más demacrado, tísicas incluso, que ofrecían sus cuerpos pálidos y destensados intentando hacerlos apetecibles. Me asqueaba a mí mismo, cierto, pero los bajos instintos son los que por desgracia terminan triunfando en la humana naturaleza. Y cuanto más me horrorizaba por mi vicio, más incontenible se me hacía. Por ello trataba de calmarme con la única visión de los retratos de las finadas. Sabía que, si alguna vez osaba ir más allá, el castigo por ese tipo de delito era ejemplarmente severo.
Me odiaba, me espantaba a mí mismo. Me convertí en un eremita que rara vez salía más que para trabajar… rehuía todo contacto humano con ademanes ariscos, no me creía digno ni de la más mínima compasión por parte de mis semejantes. Sólo sentía repulsión hacia mi persona y más de una vez pensé en quitarme de en medio, pero ni para eso tenía fuerzas. Deambulaba por las noches con mi cámara a cuestas, en busca de no se sabía qué. Me consumía en una ansiedad perpetua e insoportable, una furiosa zozobra que no encontraba cauce por el que poder canalizarse… hasta que la luz me llegó como un fogonazo hiriente. No podría tener paz hasta que no lograse desenmascarar a los Buttons y su siniestra pantomima, hasta que no consiguiera despojarles de su halo demoníaco y demostrar que eran una familia de rancio abolengo más sumida en la bancarrota. Me iba la vida en ello… así que no me quedaba otro remedio que emplear cualquier método a mi alcance, y cuando pienso en cualquiera quiero decir cualquiera realmente.